La obsesión de Javier Milei por evitar una foto con “Chiqui” Tapia derivó en una serie de errores no forzados que desconcertaron a la Casa Blanca. Del tuit apresurado de Adorni a la orden de Marco Rubio que canceló la visita de Scott Bessent, crónica de cómo una disputa doméstica empañó, aunque no rompió, la agenda bilateral.
En los planes originales, la escena de este miércoles en Washington debía ser la consagración de una alianza carnal. El guion diplomático establecía que Javier Milei pasaría a buscar a Donald Trump por la Casa Blanca para dirigirse juntos al Kennedy Center. Allí, en un palco preferencial auspiciado por una empresa que desembolsó un millón y medio de dólares, el libertario sería el único mandatario extranjero sentado junto al líder republicano y a Gianni Infantino para presenciar el sorteo del Mundial 2026. Pero esa silla quedará vacía.
La decisión de detonar esa postal de alto voltaje geopolítico se gestó a miles de kilómetros, en el microclima de la política argentina. En la Casa Rosada, la lógica de la pureza ideológica se impuso sobre el pragmatismo diplomático: Milei se negó rotundamente a compartir el mismo aire que Claudio “Chiqui” Tapia. “Si decimos que queremos una Argentina distinta, no sería sano ser partícipes, por acción u omisión, de las conductas impropias de la AFA”, argumentaron en los pasillos de Balcarce 50. Para el Presidente, la batalla cultural contra el modelo del fútbol argentino valía más que la foto con el hombre más poderoso del mundo.
El problema no fue solo la ausencia, sino las formas. En Washington, donde el protocolo es un lenguaje en sí mismo, la noticia cayó primero por un tuit de Manuel Adorni antes que por los canales formales reservados para cancelar una cita con el Presidente de los Estados Unidos. La informalidad del anuncio generó un malestar inmediato en la administración republicana. “No se entiende que haya privilegiado un tema doméstico”, deslizaron fuentes diplomáticas norteamericanas, atónitas ante el hecho de que un conflicto gremial-deportivo local dinamitara una cumbre presidencial.
La respuesta de Washington no tardó en llegar y tuvo nombre y apellido: Marco Rubio. El Secretario de Estado, con su característico tono cubano, accionó los resortes del poder y le pidió a Scott Bessent, secretario del Tesoro, que diera de baja su inminente visita a Buenos Aires. Si Milei no viaja, Bessent tampoco. La reciprocidad diplomática se aplicó con frialdad quirúrgica.
El efecto dominó fue devastador para la agenda que Alec Oxenford y Richard Grenell habían tejido con paciencia. Se desmoronó el cóctel que se organizaba en la embajada argentina, al que Rubio ya había confirmado asistencia. Se canceló el encuentro con Suzanne Clark, de la Cámara de Comercio de EE.UU., y se suspendió el discurso ante el Argentine Business Council. De pronto, la Argentina pasó de ser el invitado de honor a ser el ausente incomprensible, dejando la representación ante la FIFA en manos de Lionel Messi y Lionel Scaloni, mientras en la Casa Blanca comenzaban a preguntarse quién asesora realmente al Presidente argentino, señalando el declive de la influencia de Santiago Caputo en el vínculo bilateral.
A pesar del ruido político y el desaire personal, los puentes estructurales resisten. En el Gobierno se apresuraron a activar el control de daños, asegurando que el acuerdo comercial con Estados Unidos sigue su curso, blindado de los humores presidenciales. El canciller Pablo Quirno y los equipos técnicos de Economía continúan trabajando en la letra chica de un tratado que promete eliminar burocracia consular y aranceles estadísticos. La relación está intacta, juran en el oficialismo, aunque en Washington haya quedado flotando la sensación de una oportunidad histórica desperdiciada por una pelea de cabotaje.



